Hace muchísimos años
que, en un solitario cabo del mar del Norte, se alzaba una mísera casucha. En
ella vivían un pescador y su mujer. Cada mañana, el hombre cogía su caña y se
sentaba en una roca a pescar. Los pocos peces que capturaba de ese modo, los
vendía en el mercado del pueblo vecino, y así iban tirando, pobremente.
Un día, al poco tiempo
de estar pescando, sintió un fuerte tirón que hacía doblarse a la caña. El
corcho se hundía cada vez más, y el pescador tiró con todas sus fuerzas.
Apareció un pez enorme que trataba de escapar del anzuelo sacudiéndose en
el agua. Cuan no sería la sorpresa del hombre cuando oyó que el pez le decía.
-¡Suéltame, por favor!
Te ruego que me perdones la vida. No soy un vulgar pez, como puedes observar.
En realidad soy un príncipe encantado por una mala bruja. Si me dejas en
libertad, no te arrepentirás.
-De acuerdo -contestó el
pescador, soltando al pez del anzuelo-. No me gusta entendérmelas con peces que
hablan, así que puedes marcharte si quieres.
El pescado, muy
agradecido se zambulló hacia las profundidades del mar.
Por la noche, el
pescador contó a su mujer lo sucedido.
-¿Y no se te ocurrió
pedirle ningún favor, a cambio de la libertad? -exclamó ella.
-Pues, no, la verdad
-respondió el hombre-.
Además, ¿que iba a
pedirle?
-¡Y lo dudas! -dijo la
esposa-. Vivimos casi en la miseria, así que cualquier cosa que nos dé, nos
vendría muy bien. Anda, ve a ver si le vuelves a ver y pídele una casita de
campo para nosotros. Si es un príncipe de verdad, no puede parecerle mucho...
El pescador volvió a la
roca y esperó un rato. Pero al ver que oscurecía y el pez no picaba de nuevo en
su caña, empezó a lamentarse en voz alta. Y como el pescado no se había ido muy
lejos, le oyó y sacó la cabeza del agua.
-¿Quería verme a mí?
-preguntó el pez.
-Perdona que te moleste
-dijo el pescador-, pero mi mujer quiere que te pida un favor.
-Nada me cuesta darte lo
que desees. Pero otra vez, para llamarme canta esta canción:
"Pescadilla,
pescadilla, pescadilla, ven acá que Alicia, mi esposa, desea una cosa, y hay
que hacer su voluntad"
-Así lo haré. Pero sólo
queremos que nuestra mísera casa se convierta en una casa de campo.
-Esta bien -replicó el
príncipe encantado. Vuelve a casa y verás.
Cuando el hombre llegó a
su casa, la encontró completamente transformada. Su mujer le esperaba en la
puerta, feliz y contenta. Poco duró la tranquilidad, sin embargo, pues al día
siguiente, la esposa del pescador, comenzó a lamentarse.
-Pues, no es tan cómoda
la casa como parecía. Las habitaciones y el jardín son demasiado pequeños.
Preferiría vivir en un gran castillo de piedra, donde hay lugar para todo. Creo
que debes ir a ver al príncipe otra vez y pedírselo.
El pescador no estaba
nada convencido de que aquello fuese correcto, pero como el pez había sido tan
amable, fue a la roca y cantó la canción.
"Pescadilla,
pescadilla, pescadilla, ven acá que Alicia, mi esposa, desea una cosa, y hay
que hacer su voluntad".
Al punto apareció el pez
ante el hombre.
-Aquí estoy, ¿qué
deseas?
-No quisiera molestarte
-contestó el pescador-, pero mi mujer ha insistido tanto... Quisiera un gran
castillo de piedra, en vez de la casita de campo.
-No me has molestado
-dijo el pez-. Vuelve a casa, que ya he cumplido la voluntad de tu esposa.
Regresó el hombre a su
casa y encontró en su lugar un enorme castillo, al pie del cual, entre unos
majestuosos jardines, le esperaba su mujer. Lo recorrieron todo juntos y vieron
que estaba amueblado con exquisito gusto, y que en cada habitación había un
criado esperando sus órdenes. En la parte posterior al edificio había un gran
bosque, poblado de animales, y una hermosa caballeriza, repleta de hermosos
caballos. ¡Cómo disfrutaron ambos, viendo roda aquella riqueza!
Pero, a los pocos días,
la mujer buscó por todo el castillo al pescador para hablarle muy seriamente.
-Quiero que vuelvas a la
orilla del mar y llames al príncipe encantado para que me haga reina -dijo
Alicia.
-¡Eso es imposible!
-exclamó el hombre-. Además, ¿qué falta te hace ser reina? ¿No tienes todo lo
que deseas?
-¡Bien se ve que eres
hombre que se conforma con poco! -dijo la mujer de muy mal humor.
El pescador vio que se
preparaba una tremenda discusión si no hacía lo que su esposa le pedía , así
que se fue a la orilla del mar a cantar la canción:
" Pescadilla,
pescadilla, pescadilla, ven acá que Alicia, mi esposa, desea una cosa, y hay
que hacer su voluntad".
Al conjuro de las
palabras mágicas, asomó el pez entre las olas.
-Aquí estoy, ¿qué
deseas?
-Me parece que te voy a
pedir un imposible -dijo el pescador titubeando.
-Para mí no hay nada
imposible -contestó el pez.
-Es que, esta vez, mi
mujer quiere que le hagas reina...
-Pues no te preocupes
-replicó el animalito-.
Vuelve a casa, que ya he
hecho lo que me pides.
El pescador, por el
camino, se encontró grupos de soldados tocando tambores y trompetas. Y, en el
castillo, todo el mundo hablaba de Su Graciosa Majestad Alicia. La buscó, y dio
con ella en el salón principal, donde estaba sentada sobre un trono de oro que
habían instalado en el medio. Un gran número de cortesanos se inclinaban ante
la reina, y el pescador se inclinó entre ellos, muy asombrado.
Así paso algún tiempo.
Pero la ambición de la mujer no la dejaba vivir tranquila, así que, a las pocas
semanas, envió a un ministro a buscar a su marido, pues quería hablar con él
urgentemente.
-Quiero un nuevo favor
de tu amigo el pez -le dijo en cuanto le tuvo delante.
-¿Un nuevo favor?
-exclamó el hombre-. ¿No eres rica y poderosa? ¿No reinas sobre todos nosotros?
¿Qué más puedes querer?
-Es cierto que soy
poderosa, pero por las mañanas y por las noches me siento molesta al ver que el
sol y la luna salen y se van sin mi permiso. Así que quiero ser reina del sol y
de la luna también.
El pescador fue a la
roca más preocupado que nunca, y una vez allí, convocó al príncipe:
"Pescadilla,
pescadilla, pescadilla, ven acá, que Alicia, mi esposa, desea una cosa, y hay
que hacer su voluntad"
Apareció el pez ante el
pescador. Esta vez venía con el ceño fruncido.
-¿Qué quieres ahora?
El hombre temblaba.
Estuvo apunto de no pedir nada, pero el miedo que le tenía al genio de su
esposa no era poco, y acabó por hablar.
-Mi mujer quiere ser
reina del sol y de la luna -dijo en voz muy baja.
-¿Eso quiere? -gritó el
pez enfurecido-. ¡Pues, no lo será! Vuelve a tu casa, que no es ya un palacio,
sino la vieja casa donde vivíais, y conformaos con que no os castigue por
vuestra ambición.
El pescador no
protestó.
Según regresaba a su
casa, se esfumaron sus ricos vestidos, dejando paso a los harapos que siempre
llevó. También habían desaparecido los jardines, el bosque y el castillo. Allí
en su lugar, estaba la pobre chocita. Dentro de ella, encontró a su mujer que
lloraba silenciosamente en un rincón. Había perdido también sus lujosas ropas.
Era, de nuevo, la esposa del pobre pescador.
-Se ahora en adelante,
-dijo el pescador -se acabaron las fantasías de codicia. Seremos pobres para
siempre. Pero además, voy a advertirte otra cosa: no quiero oír una sola queja
más, nunca más.
Dicen que la mujer había
aprendido la lección, y que vivió resignada, e incluso alegre, el resto de sus
días en su pobre cabaña al borde del mar.
Hermanos Grimm