Una vez acertó a pasar
por allí el Rey, que iba de caza y paró en el molino a beber agua. Por cortesía
le preguntó al molinero por sus negocios y por su familia. El molinero, que
quería a su hija de un modo extraordinario, hablando de sus virtudes, dijo:
-No podría explicaros
todo lo que vale esta hija mía. Su habilidad es tan grande además, que cuando
hila, todo lo que pone en su rueca se convierte en oro puro.
El monarca, que era un
joven algo ambicioso, se sorprendió mucho al oír esto.
¡Si que sería negocio
una joven con ese mérito!
Probaré a ver si es
cierto lo que dice el viejo, y si la niña convierte en oro todo lo que hila,
mis arcas estarán siempre llenas, pensó el Rey. Y le dijo al viejo:
-Si eso es verdad, la
chica merece vivir en un palacio y no en un molino, llevadla mañana a mi
castillo, y la someteré a una prueba.
Cuando el Rey se fue y
el molinero contó esta conversación a su hija, la niña se echó a llorar.
-¡Pero papá, tú sabes
que yo no hago eso! Cuando el Rey se dé cuenta del engaño, se enfadará mucho
con nosotros.
-Ya no hay remedio
-repuso el molinero-. Iremos mañana a palacio, y que sea lo que Dios quiera.
A la mañana siguiente,
el Rey les recibió de muy buen humor. Luego mandó encerrar a la niña en un rico
aposento en el que había una rueca para hilar y un montón de paja.
-Espero que conviertas
en oro toda esta paja -le dijo el Rey-. Ponte a trabajar, y acaba cuanto antes.
Si no lo consigues, haré que te encierren en un oscuro calabozo.
La niña, cuando se vio
sola, lloró desconsoladamente. De pronto, oyó una voz junto a ella:
-¿Por qué lloras así,
hermosa joven? -decía-. ¿Qué te tiene tan preocupada?
Era un gracioso enanito
de larga barba. Llevaba un picudo gorro rojo, y unos zuequitos de madera
tallada ricamente.
-Mi padre le ha dicho al
Rey que cuando hilo todo lo convierto en oro, y el Rey espera que transforme
este montón de paja en el precioso metal.
-¡No te preocupes por
eso! -dijo el enanito-. Yo puedo hacer lo que dices, pero ¿qué me darás a
cambio?
-¡Te daré este collar de
perlas! -dijo la niña.
El enano se puso a hilar
con la paja, y la volvió oro del más puro. Luego tomó el collar de
perlas, dio un saltito en el aire y desapareció.
Cuando a la mañana
siguiente el Rey vio aquella riqueza se quedó casi sin habla. Invitó a la niña
a una rica comida y la trató con mucha delicadeza. Pero, por la tarde, la
condujo a un cuarto muy grande, en el que había un montón de paja mucho mayor
que el anterior, y le dijo:
-Te ruego que hagas lo
mismo con toda esta paja.
-¡Pero majestad , yo...!
-replicó la niña.
-¡Si no lo haces, te
mandaré encerrar! -dijo el Rey.
La niña, una vez sola,
se echó a llorar.
-¿Quién me ayudará
ahora? ¡Oh, Dios mío, no quiero pasar el resto de mi vida en un calabozo!
Nuevamente apareció ante
ella el enanito.
-¿Por qué razón lloras
así, hermosa joven?
-El Rey quiere que
transforme toda esta paja en oro, y no sé cómo hacerlo.
-No te preocupes, yo lo
haré por ti -dijo el enanito-, pero, ¿qué me darás a cambio?
-Te daré este precioso
anillo -le dijo la niña.
El enano se puso a la
tarea, y a la media noche había hilado y convertido en oro toda la paja. Tomó
el anillo de la mano de la niña, dio un salto y desapareció en el aire.
El Rey, al día
siguiente, no cabía en sí de gozo. Agasajó y honró a la niña durante todo el
día, y ofreció bailes en su honor. Pero al atardecer, la llevó a un cuarto más
lujoso que los anteriores, en el que había también una rueca y un montón de
paja inmenso.
-Este es el último favor
que te pido -le dijo el Rey-. Convierte toda esta paja en oro, te lo ruego.
Pero si te niegas, te
encerraré.
La niña, ante toda
aquella paja, lloraba amargamente. Volvió a aparecer ante ella el enanito.
-¿Por qué lloras ahora,
hermosa joven?
-El Rey quiere que
transforme todo este montón de paja en oro. ¡No sé hacerlo!
-No te apures, yo lo
haré por ti -contestó el enano-, pero, ¿qué me darás a cambio?
-Ya no me queda nada que
darte -exclamó la niña, y volvió a llorar.
Te ayudaré a pesar de
todo, siempre que me prometas una cosa.
-¿Qué puedo prometerte?
-Que, si llegas a ser
reina, tu primer hijo será para mí -replicó el enano.
La niña, hija de un
molinero, no pensaba ser reina nunca, así que se decidió fácilmente.
-Te lo prometo -dijo al
hombrecillo.
El enano trabajó hasta
muy tarde. Al amanecer, había acabado su tarea.
Como las otras veces,
dio un salto y desapareció.
El Rey, cuando vio todo
aquel oro, se sintió el más feliz de los mortales, y pidió la mano de la niña
que tan rico le había hecho.
-Acepto casarme con Vos
-dijo ella-, si me prometéis que nunca más tendré que convertir nada en oro.
El monarca estuvo de
acuerdo, pues ya era suficiente rico, y se había enamorado en serio de la
joven.
Se celebraron las bodas
y al año los esposos tuvieron un hermoso hijo. La Reina era tan feliz que
no recordaba la promesa que había hecho. Hasta que, un día, se presentó ante
ella el anano.
-¡Hola! -dijo-. Vengo a
por tu hijo, pues tú me prometiste dármelo y yo necesito un servidor.
¡Te ruego que me lo
dejes! -suplicó la Reina-.
Me moriría sin él. Puedo
darte todas las riquezas que quieras, pero déjame a mi hijo.
Lloró y suplicó tanto,
que el enano decidió darle una oportunidad.
-Vendré a verte tres
noches un rato. Si durante esas tres visitas averiguas mi nombre, no me llevaré
al niño.
Para la primera visita,
la Reina apuntó todos los nombres que sabía, y se los recitó al enano, que
siempre contestaba:
-¡No es ese, no es ese
mi nombre! ¡Je, je, je!
Para la segunda visita,
consultó libros, diccionarios y antiguos manuscritos. Pero no tuvo mejor
suerte.
¡No es ese mi nombre!
-le contestaba siempre el enano.
La reina estaba muy
afligida. Ya sólo le quedaba una oportunidad, y no sabía qué hacer para
adivinar el nombre del enano.
Le contó el grave
problema a un paje que tenía que le era muy fiel y servicial
-No os preocupéis,
majestad -dijo el paje-. Yo trataré de enterarme de su nombre.
El joven paje, montó en
un brioso corcel, salió del castillo a todo trote, y no regresó hasta la mañana
siguiente. Entonces fue a ver a la Reina y le contó lo siguiente:
-He cabalgado toda la
noche por el bosque de los magos. Cuando dieron las doce, vi junto a una
hoguera a un enanito con gorro rojo que cantaba:
"Mañana, titilutín,
el príncipe será mío, y de la Reina el asombro sin duda no tendrá fin, cuando
sepa que me llamo el mago Tribilitín".
La Reina se puso
contentísima al oír todo esto, y premió generosamente a su fiel paje. Luego
esperó la tercera visita del enano.
-Te llamas... Rodolfo
-le dijo.
¡No es ese, no es ese mi
nombre! ¡Ji, ji, ji!
-¿Acaso te llamas
Conrado? -preguntó la Reina, despistando al enano.
-¡No,no! ¡Frío,
frío!
¡Entonces, será que te
llamas Tribilitín! -exclamó de repente la joven madre.
En enano quedó
paralizado por el asombro. Después, terriblemente enfadado, gritó:
-¡Una bruja te lo ha
dicho, una bruja te lo ha dicho! ¡Maldita sea!
Dio una patada contra el
suelo con tanta rabia, que hizo un agujero y se cayó en él.
Desde entonces, la Reina
vivió tranquila y feliz con su hijo y su marido, sin que nunca más la molestase
el enanito perverso.
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