En un lejano país,
vivían un Rey y una Reina que no tenían hijos, a pesar de lo mucho que lo
deseaban. Una vez iba la Reina paseando por el campo, cuando se le acercó una
ranita que le dijo:
-¡Alégrate, joven Reina,
pues vas a tener un hijo! Será, además, un muchacho afortunado, pues cada cosa
que desee, se convertirá en realidad.
La reina corrió a dar la
noticia al Rey, y después de un tiempo prudencial, tuvieron el hijo que tanto
esperaban.
En el palacio había un
gran jardín al que la reina bajaba todos los días con su hijo para que el niño
jugase. Repartidas por el jardín, se veían algunas jaulas con fieros animales
encerrados, como en un zoológico.
El cocinero de palacio,
que era un hombre muy ambicioso, se enteró de que el niño conseguía todo lo que
deseaba, y decidió robarle. Un día que la Reina se había dormido sentada en un
banco mientras el niño hacía castillos de arena, el cocinero aprovechó la
ocasión para llevarse al principito a un lugar oculto. Luego volvió al jardín,
manchó de sangre el vestido y las manos de la Reina dormida, y fue a acusarla
ante el Rey.
-Yo la he visto cómo
daba al niño al animal más fiero que tenéis en el parque, majestad -dijo el
cocinero-, sin duda para que el animal se lo comiera.
El Rey vio a la Reina
manchada de sangre y sin el niño, y creyó las palabras del cocinero. Enojado
con su mujer, ordenó que la encerrasen en la torre más alta del castillo y que
nadie la subiera alimento.
La pobre Reina inocente,
llorando por su hijo y por la injusticia que con ella cometía su esposo, se
dejó encerrar, pero quiso Dios que no muriese de hambre, pues dos palomas
llegaban todos los días hasta la ventana de su celda para llevarle alimento.
Pasaron los años. El
cocinero se despidió de palacio y le dijo al niño, que ya era un mocito:
-Desea para mí un
hermoso palacio, con jardines y bosques, pues quiero que vivamos allí tú y yo.
Así lo hizo el niño, y
el castillo se hizo realidad.
Pasó el tiempo, y el
cocinero, viendo aburrido al niño y temiendo que desease ver a sus padres, le
dijo:
-Ya que puedes, ¿por qué
no deseas una compañerita de juegos que te acompañe para que no estés tan solo?
El príncipe expresó su
deseo, y ante él apareció una niña de su misma edad, tan linda y hermosa como
ningún pintor puede soñar.
Los dos niños crecieron
y jugaron siempre juntos, y se querían muchísimo.
Pero el miedo no dejaba
en paz la conciencia del cocinero. Tenía suficiente riqueza para el resto de
sus días y no necesitaba más oro. Por otra parte, según el niño se hacía más
mayor, más temía el cocinero que se volviese contra él. Así que un día llamó a
la niña y le dijo:
-Esta noche, mientras el
príncipe duerma, vas hasta su cama y le clavas este cuchillo en el corazón.
Después se lo arrancas, y me lo traes, para que yo sepa que has hecho lo que te
mando.
-¿Cómo voy a hacer tal
cosa con mi querido príncipe? exclamó la niña horrorizada.
Al día siguiente, la
niña no había cumplido el horrible encargo, y el cocinero se enfureció con
ella.
-Sea por esta vez. Pero
si esta noche no haces lo que te mando, tú misma morirás mañana.
La joven ordenó matar a
un ciervo y que le trajeran su corazón. Luego le dijo al príncipe:
-Métete en la cama, y
escucha lo que dice de ti.
La niña presentó el
plato con el corazón del ciervo al cocinero, y entonces éste exclamó:
-¡Por fin te has
decidido! ¿Este es el corazón del príncipe? ¡Has cumplido mis órdenes y te
perdonaré la vida!
Entonces el príncipe
saltó de la cama.
-¡Maldito bribón! ¡Con
qué querías matarme! -exclamó-. ¿Qué te he hecho yo, para que me desees la
muerte? Pues, ahora te convertirás en un perro negro, atado siempre con cadena
de hierro, y no comerás otra cosa que carbones ardientes.
Según el joven dijo
estas palabras, el cocinero se convirtió en un horrible perro negro, atado con
gruesa cadena, y que no comía más que ardientes carbones.
Después de esto, el
príncipe comenzó a pensar más a menudo en su madre, y un día decidió ir al
castillo de su padre por si ella aún vivía.
-¿Quieres venir conmigo?
-le dijo a la niña.
-¡Sólo sería para ti un
estorbo! -contestó ésta.
-Si es por eso, no te
preocupes -replicó el príncipe-, desearé que te conviertas en flor y te llevaré
prendida siempre en mi chaqueta.
La niña se convirtió en
un clavel, el más hermoso que imaginarse pueda, y el joven se lo puso en el
ojal para llevarlo siempre consigo.
Emprendió el viaje, y no
tardó el llegar al castillo en el que aún vivía su padre. No quiso darse a
conocer, y se ofreció en el palacio como gran cazador de faisanes, pues
recordaba que a su padre le gustaban mucho, y que tenía pocos en sus bosques.
El Rey le aceptó en el
empleo, y al día siguiente, el joven se fue al bosque solo.
Una vez estuvo bien
lejos del palacio, para que nadie le viera, deseó que aparecieran ante él
cientos de faisanes en fila. Así sucedió, y los fue matando uno a uno. Luego
los metió en un saco y se los llevó a su padre. El Rey se puso muy contento, y
le dio unas monedas de oro en premio.
Aprovechando que todo el
mundo le conocía ya como el cazador de faisanes a quien el Rey tanto apreciaba,
se acercó una noche a la torre en donde estaba prisionera su madre. En
centinela le dejó pasar, pues el joven le prometió regalarle un día un faisán.
La madre estaba
desmejorada y anciana, pero aún vivía. El príncipe le dijo:
-Querida madre: sé
cuanto habéis sufrido, y he venido a salvaros. Pero no os llevaré hoy mismo de
aquí, sino que será mi mismo padre quien os saque de la prisión y reconozca
vuestra inocencia.
Después de mucho
abrazarse, se volvieron a separar para que se cumpliera el plan que el príncipe
había trazado.
Al día siguiente, volvió
a salir al bosque, y, cuando estuvo bien lejos, deseó que aparecieran ante él
mil faisanes, en fila de a uno, y les fue matando cómodamente. Luego los echó
en una carretilla y fue al palacio con ellos.
El Rey estaba muy
satisfecho de aquel cazador, que le traía faisanes de un bosque donde nunca los
habían visto. Tan contento estaba , que organizó una gran cena a base de
faisanes para sus cortesanos más allegados, en invitó a ella al cazador, y le
sentó a su lado.
Sentado al lado de su
padre el Rey, el joven deseó ardientemente que alguien hablase de su madre, y
así sucedió.
-¿Qué ha sido de vuestra
esposa, majestad?
-dijo uno de los
cortesanos, sin poder evitarlo.
-Ella permitió que una
fiera devorase a mi hijo, y yo la castigué por ello -respondió el Rey.
-¡Eso no es verdad,
padre mío! -exclamó el joven-. Yo soy vuestro hijo, este perro que me acompaña
es el culpable de todo. Deseo que recobre forma humana, y vos mismo lo
reconoceréis.
El perro, ante todos los
invitados, volvió a ser el viejo cocinero que había acusado a la Reina.
¡Te ordeno que digas la
verdad! -le dijo el príncipe.
El cocinero tuvo que
confesar su crimen, y el Rey, muy arrepentido, ordenó que trajeran a su esposa
para pedirla perdón ante todos. La reina perdonó de buena gana a su marido,
pues tenía muy buen corazón, y se abrazaron con lágrimas en los ojos.
El joven príncipe les
contó cómo había vivido hasta entonces, y todos le oían encantados.
-¿Queréis conocer a la
doncella que no quiso matarme ni aunque su misma vida peligrara?
-Sí -dijo el Rey-, me
gustaría conocerla.
Entonces sacó del ojal
de su chaqueta el clavel, y lo transformó de nuevo en su compañera de juegos.
Todos agasajaron a la
damita, que se casó con el príncipe a los pocos días.
El Rey y la Reina la
aceptaron de muy buena gana como hija, y los cuatro vivieron felices hasta que
la muerte les separó.
Y a la joven, a pesar de
que tenía nombre como todo el mundo, se la llamó para siempre "Lindo
Clavel"
Hermanos Grmim
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