domingo, 14 de diciembre de 2014

LA MUJER DEL PESCADOR


Hace muchísimos años que, en un solitario cabo del mar del Norte, se alzaba una mísera casucha. En ella vivían un pescador y su mujer. Cada mañana, el hombre cogía su caña y se sentaba en una roca a pescar. Los pocos peces que capturaba de ese modo, los vendía en el mercado del pueblo vecino, y así iban tirando, pobremente.
Un día, al poco tiempo de estar pescando, sintió un fuerte tirón que hacía doblarse a la caña. El corcho se hundía cada vez más, y el pescador tiró con todas sus fuerzas. Apareció  un pez enorme que trataba de escapar del anzuelo sacudiéndose en el agua. Cuan no sería la sorpresa del hombre cuando oyó que el pez le decía.
-¡Suéltame, por favor! Te ruego que me perdones la vida. No soy un vulgar pez, como puedes observar. En realidad soy un príncipe encantado por una mala bruja. Si me dejas en libertad, no te arrepentirás.
-De acuerdo -contestó el pescador, soltando al pez del anzuelo-. No me gusta entendérmelas con peces que hablan, así que puedes marcharte si quieres.
El pescado, muy agradecido se zambulló hacia las profundidades del mar.
Por la noche, el pescador contó a su mujer lo sucedido.
-¿Y no se te ocurrió pedirle ningún favor, a cambio de la libertad? -exclamó ella.
-Pues, no, la verdad -respondió el hombre-.
Además, ¿que iba a pedirle?
-¡Y lo dudas! -dijo la esposa-. Vivimos casi en la miseria, así que cualquier cosa que nos dé, nos vendría muy bien. Anda, ve a ver si le vuelves a ver y pídele una casita de campo para nosotros. Si es un príncipe de verdad, no puede parecerle mucho...
El pescador volvió a la roca y esperó un rato. Pero al ver que oscurecía y el pez no picaba de nuevo en su caña, empezó a lamentarse en voz alta. Y como el pescado no se había ido muy lejos, le oyó y sacó la cabeza del agua.
-¿Quería verme a mí? -preguntó el pez.
-Perdona que te moleste -dijo el pescador-, pero mi mujer quiere que te pida un favor.
-Nada me cuesta darte lo que desees. Pero otra vez, para llamarme canta esta canción:
"Pescadilla, pescadilla, pescadilla, ven acá que Alicia, mi esposa, desea una cosa, y hay que hacer su voluntad"
-Así lo haré. Pero sólo queremos que nuestra mísera casa se convierta en una casa de campo.
-Esta bien -replicó el príncipe encantado. Vuelve a casa y verás.
Cuando el hombre llegó a su casa, la encontró completamente transformada. Su mujer le esperaba en la puerta, feliz y contenta. Poco duró la tranquilidad, sin embargo, pues al día siguiente, la esposa del pescador, comenzó a lamentarse.
-Pues, no es tan cómoda la casa como parecía. Las habitaciones y el jardín son demasiado pequeños. Preferiría vivir en un gran castillo de piedra, donde hay lugar para todo. Creo que debes ir a ver al príncipe otra vez y pedírselo.
El pescador no estaba nada convencido de que aquello fuese correcto, pero como el pez había sido tan amable, fue a la roca y cantó la canción.
"Pescadilla, pescadilla, pescadilla, ven acá que Alicia, mi esposa, desea una cosa, y hay que hacer su voluntad".
Al punto apareció el pez ante el hombre.
-Aquí estoy, ¿qué deseas?
-No quisiera molestarte -contestó el pescador-, pero mi mujer ha insistido tanto... Quisiera un gran castillo de piedra, en vez de la casita de campo.
-No me has molestado -dijo el pez-. Vuelve a casa, que ya he cumplido la voluntad de tu esposa.
Regresó el hombre a su casa y encontró en su lugar un enorme castillo, al pie del cual, entre unos majestuosos jardines, le esperaba su mujer. Lo recorrieron todo juntos y vieron que estaba amueblado con exquisito gusto, y que en cada habitación había un criado esperando sus órdenes. En la parte posterior al edificio había un gran bosque, poblado de animales, y una hermosa caballeriza, repleta de hermosos caballos. ¡Cómo disfrutaron ambos, viendo roda aquella riqueza!
Pero, a los pocos días, la mujer buscó por todo el castillo al pescador para hablarle muy seriamente.
-Quiero que vuelvas a la orilla del mar y llames al príncipe encantado para que me haga reina -dijo Alicia.
-¡Eso es imposible! -exclamó el hombre-. Además, ¿qué falta te hace ser reina? ¿No tienes todo lo que deseas?
-¡Bien se ve que eres hombre que se conforma con poco! -dijo la mujer de muy mal humor.
El pescador vio que se preparaba una tremenda discusión si no hacía lo que su esposa le pedía , así que se fue a la orilla del mar a cantar la canción:
" Pescadilla, pescadilla, pescadilla, ven acá que Alicia, mi esposa, desea una cosa, y hay que hacer su voluntad".
Al conjuro de las palabras mágicas, asomó el pez entre las olas.
-Aquí estoy, ¿qué deseas?
-Me parece que te voy a pedir un imposible -dijo el pescador titubeando.
-Para mí no hay nada imposible -contestó el pez.
-Es que, esta vez, mi mujer quiere que le hagas reina...
-Pues no te preocupes -replicó el animalito-.
Vuelve a casa, que ya he hecho lo que me pides.
El pescador, por el camino, se encontró grupos de soldados tocando tambores y trompetas. Y, en el castillo, todo el mundo hablaba de Su Graciosa Majestad Alicia. La buscó, y dio con ella en el salón principal, donde estaba sentada sobre un trono de oro que habían instalado en el medio. Un gran número de cortesanos se inclinaban ante la reina, y el pescador se inclinó entre ellos, muy asombrado.
Así paso algún tiempo. Pero la ambición de la mujer no la dejaba vivir tranquila, así que, a las pocas semanas, envió a un ministro a buscar a su marido, pues quería hablar con él urgentemente.
-Quiero un nuevo favor de tu amigo el pez -le dijo en cuanto le tuvo delante.
-¿Un nuevo favor? -exclamó el hombre-. ¿No eres rica y poderosa? ¿No reinas sobre todos nosotros? ¿Qué más puedes querer?
-Es cierto que soy poderosa, pero por las mañanas y por las noches me siento molesta al ver que el sol y la luna salen y se van sin mi permiso. Así que quiero ser reina del sol y de la luna también.
El pescador fue a la roca más preocupado que nunca, y una vez allí, convocó al príncipe:
"Pescadilla, pescadilla, pescadilla, ven acá, que Alicia, mi esposa, desea una cosa, y hay que hacer su voluntad"
Apareció el pez ante el pescador. Esta vez venía con el ceño fruncido.
-¿Qué quieres ahora?
El hombre temblaba. Estuvo apunto de no pedir nada, pero el miedo que le tenía al genio de su esposa no era poco, y acabó por hablar.
-Mi mujer quiere ser reina del sol y de la luna -dijo en voz muy baja.
-¿Eso quiere? -gritó el pez enfurecido-. ¡Pues, no lo será! Vuelve a tu casa, que no es ya un palacio, sino la vieja casa donde vivíais, y conformaos con que no os castigue por vuestra ambición.
El pescador no protestó. 
Según regresaba a su casa, se esfumaron sus ricos vestidos, dejando paso a los harapos que siempre llevó. También habían desaparecido los jardines, el bosque y el castillo. Allí en su lugar, estaba la pobre chocita. Dentro de ella, encontró a su mujer que lloraba silenciosamente en un rincón. Había perdido también sus lujosas ropas. Era, de nuevo, la esposa del pobre pescador.
-Se ahora en adelante, -dijo el pescador -se acabaron las fantasías de codicia. Seremos pobres para siempre. Pero además, voy a advertirte otra cosa: no quiero oír una sola queja más, nunca más.
Dicen que la mujer había aprendido la lección, y que vivió resignada, e incluso alegre, el resto de sus días en su pobre cabaña al borde del mar.


Hermanos Grimm

La patata Hechicera


-¡Pure de patatas! ¡Puajj! -protestó Pablo.
-¡Eccs! ¡Yo tampoco quiero! -protestó Laura.
-Pues cuenta la leyenda que una patata salvó el planeta... -dijo entonces la abuela-.
Si os coméis todo el puré, os la cuento...
-¡Vale, abuela! -exclamaron los dos niños, comiéndose la primera
cucharada de puré de patatas sin rechistar.
-La Gran patata Hechicera vivía muy sola en la Gran Montaña de Puré de
patatas.
Nadie la visitaba porque nadie la necesitaba...
-empezó a contar la abuela-. La Gran Patata Hechiceras recordaba con
tristeza los tiempos en que la invitaban a palaciós y castillos y le
presentaban a reyes y reinas, príncipes y princesas, duques, condes, marquesas...
De aquellos días felices ya no quedaba nada...
¡Todos decían que la patata engordaba! Los humanos dejaron de cultivarla.
Entonces... la corteza de la Tierra empezó a romperse y por los agujeros que
iban fomándose empezó a entrar frío, mucho frío...
Con el frío llegó el hambre y con el hambre, los humanos se acordaron de la
Gran patata Hechicera.
-¡Hay que pedirle ayuda! -dijeron unos.
-Después de tantos años sin hacerle ni caso..., ¡puede convertirnos en tortilla
de patatas!
-dijeron otros.
-¡O en patatas fritas con sabor barbacoa!
-dijeron los demás.
Necesitamos a alguien que se atreva a ir a verla..
-decidieron todos al final.
Entonces, dos hermanos llamados Pablo y Laura se presentaron voluntarios 
para ir a pedir ayuda a la Gran patata Hechicera.
Pablo y Laura subieron a la Gran Montaña de puré de patatas.
Y cuando llegaron a la casa de la Gran Patata Hechicera, ella ya les estaba
esperando... ¡con una sonrisa!

-Para que no paséis más hambre, ¡os regalo las patatas fritas, las patatas
cocidas y también puré de patatas! -les dijo la Gran patata Hechicera.
Pablo y Laura se quedaron boquiabiertos.
¡No esperaban que la Gran patata fuese tan amable!
-Y....¿qué podemos hacer para salvar la Tierra? -le preguntó Pablo
-Tendréis que volver a plantar patatas...
Gracias a sus raíces, la corteza de la Tierra dejará de romperse -dijo
la Gran patata Hechicera mientras se hacía más y mas grande.
-¡Volveremos a comer patatas! -le prometió Laura-.l Pero tú..., ¿qué harás?
-¡Yo sujetaré todas las raices desde el  centro de la Tierra!
-respondió la valiente patata.
Cuenta la leyenda que hay una inmensa patata en el centro de la Tierra 
-siguió contanto la abuela-. Y también que los humanos, agradecidos, volvieron a
convertir la patata en una de sus principales comidas...
¡en honor de la Gran patata Hechicera!


Cuando los planetas eran dioses




Para los antiguos griegos, el cielo, la Tierra, los planetas y muchos otros astros eran dioses que vivían en el Universo, amando y luchando entre sí, como si fueran hombres enormemente poderosos. Los griegos también inventaron la historia que vamos a contar a continuación..
En un principio, mucho antes de que existieran los hombres y mujeres, sólo existían el Cielo, representado  por el dios Urano, y Gea, la Tierra. Estos dos dioses se unieron para dar a luz al Tiempo, llamado por los antiguos romanos Saturno.
Saturno heredó y gobernó desde entonces el Universo entero. Pero un día, cuando Saturno se casó con la diosa Cibeles, un adivino profetizó a Saturno que uno de sus hijos le arrebataría el trono del Universo.
Eso no gustó a Saturno, quien jamás olvidó la profecía. Por eso, cada vez que Cibeles tenía un hijo varón, Saturno lo mandaba lejos del Universo para que cuando creciese no le quitase su reino.
Pero un día Cibeles, que lamentaba tener que renunciar a sus hijos varones, decidió ocultar a uno de ellos. La diosa lo escondió en una cueva de la isla de Creta, para que Saturno no lo encontrara.
Ese niño creció con el nombre de Júpiter. ¡Era el hijo de Saturno del que había hablado el adivino en la profecía! Y en efecto, al hacerse mayor, obligó a su padre a que permitiera regresar a todos los hijos que había mandado lejos.
Júpiter se alió con sus hermanos para combatir a Saturno. Lucharon durante diez años hasta que por fin, tal y como había dicho el adivino, venció Júpiter.
Entonces Júpiter se convirtió en el único rey del Universo y de los dioses. Era el dios del cielo, el que enviaba la lluvia, la nieve, los rayos y los trunos de la Tierra.


EL REY RANA


En aquellos tiempos lejanos en los que bastaba desear una cosa para conseguirla, vivía un rey que tenía unas hijas muy guapas, especialmente la pequeña, tan hermosa que hasta el Sol se maravillaba cada vez que sus rayos se posaban en el rostro de la muchacha.
Junto al palacio real se extendía un bosque grande y oscuro, y en él, bajo un viejo tilo, brotaba un manantial.
En las horas de más calor, la princesita solía ir al bosque a sentarse a la orilla de la fuente. Cuando se aburría jugaba con una pelota de oro, que tiraba al aire para recogerla después; era su juguete favorito. Una vez, en lugar de caer en su mano, la pelota fue a dar al agua. La princesa la siguió con la mirada, pero la pelota desapareció, pues el manantial era tan profundo que no se alcanzaba a ver su fondo. La niña se echó a llorar, y lo hacía cada vez más fuerte, sin consuelo, cuando en medio de sus lamentaciones oyó una voz que decía:
-¿Qué te ocurre, princesita? ¡Lloras tanto que vas a ablandar las piedras!
La niña miró a su alrededor, buscando de dónde venía la voz, y descubrió por fin una rana que asomaba su gruesa y fea cabezota sobre la superficie del agua.
-¡Ah! ¿Eres tú, vieja saltarina? -dijo-.  Pues lloro por mi pelota de oro, que se me ha caído en la fuente.
-Cálmate y llores más -replicó la rana-. Yo puedo arreglarlo. ¿Pero qué me darás si te devuelvo la pelota?
-Lo que quieras, mi buena rana -respondió la niña-. Mis vestidos, mis pelas y piedras preciosas; hasta la diadema de oro que llevo.
-No me interesan tus vestidos, ni tus piedras preciosa, ni tu corona de oro; pero si estás dispuesta a aceptarme como amiga y compañera de juegos, si dejas que me siente a tu lado en la mesa y que coma de tu platito y beba de tu vasito, si me prometes todo esto, bajaré al fondo y te traeré tu juguete.
-¡Oh, sí! -exclamó la niña-. Te prometo cuanto quieras con tal que me devuelvas la pelota.
Pero, para sus adentros, la princesita pensaba: "¡Qué tonterías se le ocurren a este animalejo! Tiene que estar en el agua con sus semejantes, croa que te croa. ¿Cómo va a convivir con las personas?"
Obtenida la promesa, la rana se zambulló en el agua, y al poco rato volvió a salir con la pelota en la boca. La soltó en la hierba, y la princesita, loca de alegría al ver de nuevo su juguete, lo recogió y echó a correr con él.
-¡Espera, espera! -exclamó la rana-.
¡Llévame contigo, no puedo alcanzarte, no puedo correr tanto como tú!
Pero de nada sirvió desganitarse, y gritar "croac, croac" con todas sus fuerzas. La niña, sin atender a sus súplicas, seguía corriendo hacia el palacio, y no tardó en olvidarse de la pobre rana, que no tuvo más remedio que zambullirse en su charca.
Al día siguiente, la princesita estaba a la mesa, junto con el rey y todos los cortesanos, comiendo en su platito de oro, cuando oyó que algo subía fatigosamente las escaleras de mármol del palacio y, una vez arriba, llamaba a la puerta.
-¡Princesita, la menor de las hermanas, ábreme!
La niña corrió a la puerta para ver quién llamaba y al abrir se encontró con la rana. Cerró de un portazo y volvió a la mesa, llena de zozobra. Al observar el rey cómo le latía el corazón, le dijo:
-Hija mía, ¿de qué tienes miedo? ¿Acaso hay a la puerta algún gigante que quiere llevarte?
-No -respondió ella-. No es un gigante, sino una rana asquerosa.
-Y ¿qué quiere de ti esa rana?
-¡Ay padre querido! Ayer estaba jugando en el bosque, junto a la fuente, y se me cayó la pelota al agua. Mientras yo lloraba la rana me la trajo. Yo le prometí, pues me lo exigió, que sería mi compañera, pero jamás pensé que pudiese  alejarse de su charca. Ahora está ahí fuera y quiere entrar.
Entretanto, llamaron por segunda vez y se oyó una voz que decía:
-"¡Princesita, la más niña, abréme! ¿No recuerdas lo que ayer me dijiste junto a la fresca fuente?
Dijo entonces el rey:
-Lo que prometiste, debes cumplirlo. Ve y ábrele la puerta.
La niñá fue a abrir la puerta, y la rana saltó adentro y la siguió hasta su silla. Al sentarse la princesa, la rana se plantó ante sus pies y le gritó:
-¡Súbeme a tu silla!
La princesa vacilaba, pero el rey la ordenó que lo hiciese. De la silla, el animalito quiso pasar a la mesa, y, ya acomodado en ella dijo:
-Ahora, acércame tu platito de oro para que podamos comer del mismo lugar.
La niñá hizo como la rana le ordenó, pero a regañadientes. La rana engullía muy a gusto, mientras a la princesa se le atragantaban todos los bocados. Por fin, la rana exclamó:
-¡Estoy llena y cansada! Quisiera dormir un rato en tu camita de seda.
La princesita se echó a llorar; le repugnaba aquel bicho frío y viscoso al que ni siquiera se atrevía a tocar, y ahora se empeñaba en dormir en su cama.
Pero el rey, enfadado, le dijo:
-No debes despreciar a quien te ayudó cuando estabas necesitada.
La tomó con los dedos, la llevó arriba y la dejó en un rincón. Pero cuando la princesa ya se había acostado, se acercó la rana a saltitos y exclamó:
-Estoy cansada y quiero dormir tan bien como tú, conque súbeme a tu cama o se lo diré a tu padre.
A la princesa se le acabó la paciencia. Cogió a la rana del suelo y, con toda su fuerza, la arrojó contra la pared.
-¡Ahora descansarás, rana asquerosa!
Pero en cuanto la rana cayó al suelo, se convirtió en un príncipe, un apuesto mozo de bellos ojos y dulce mirada. El rey lo aceptó como compañero y esposo de su hija. Contó entonces a la princesa que una bruja malvada lo había encantado, y que nadie sino ella podía sacarlo de la charca y desencantarlo. Le dijo también que al día siguiente se marcharían a su reino.
Por la mañana llegó una carroza tirada por ocho caballos blancos, adornados con penachos de plumas de avestruz y cadenas de oro. En él se fueron los dos al reino del príncipe, donde vivieron muchos años felices.

FIN


LINDO CLAVEL


En un lejano país, vivían un Rey y una Reina que no tenían hijos, a pesar de lo mucho que lo deseaban. Una vez iba la Reina paseando por el campo, cuando se le acercó una ranita que le dijo:
-¡Alégrate, joven Reina, pues vas a tener un hijo! Será, además, un muchacho afortunado, pues cada cosa que desee, se convertirá en realidad.
La reina corrió a dar la noticia al Rey, y después de un tiempo prudencial, tuvieron el hijo que tanto esperaban.
En el palacio había un gran jardín al que la reina bajaba todos los días con su hijo para que el niño jugase. Repartidas por el jardín, se veían algunas jaulas con fieros animales encerrados, como en un zoológico.
El cocinero de palacio, que era un hombre muy ambicioso, se enteró de que el niño conseguía todo lo que deseaba, y decidió robarle. Un día que la Reina se había dormido sentada en un banco mientras el niño hacía castillos de arena, el cocinero aprovechó la ocasión para llevarse al principito a un lugar oculto. Luego volvió al jardín, manchó de sangre el vestido y las manos de la Reina dormida, y fue a acusarla ante el Rey.
-Yo la he visto cómo daba al niño al animal más fiero que tenéis en el parque, majestad -dijo el cocinero-, sin duda para que el animal se lo comiera.
El Rey vio a la Reina manchada de sangre y sin el niño, y creyó las palabras del cocinero. Enojado con su mujer, ordenó que la encerrasen en la torre más alta del castillo y que nadie la subiera alimento.
La pobre Reina inocente, llorando por su hijo y por la injusticia que con ella cometía su esposo, se dejó encerrar, pero quiso Dios que no muriese de hambre, pues dos palomas llegaban todos los días hasta la ventana de su celda para llevarle alimento.
Pasaron los años. El cocinero se despidió de palacio y le dijo al niño, que ya era un mocito:
-Desea para mí un hermoso palacio, con jardines y bosques, pues quiero que vivamos allí tú y yo.
Así lo hizo el niño, y el castillo se hizo realidad.
Pasó el tiempo, y el cocinero, viendo aburrido al niño y temiendo que desease ver a sus padres, le dijo:
-Ya que puedes, ¿por qué no deseas una compañerita de juegos que te acompañe para que no estés tan solo?
El príncipe expresó su deseo, y ante él apareció una niña de su misma edad, tan linda y hermosa como ningún pintor puede soñar.
Los dos niños crecieron y jugaron siempre juntos, y se querían muchísimo.
Pero el miedo no dejaba en paz la conciencia del cocinero. Tenía suficiente riqueza para el resto de sus días y no necesitaba más oro. Por otra parte, según el niño se hacía más mayor, más temía el cocinero que se volviese contra él. Así que un día llamó a la niña y le dijo:
-Esta noche, mientras el príncipe duerma, vas hasta su cama y le clavas este cuchillo en el corazón. Después se lo arrancas, y me lo traes, para que yo sepa que has hecho lo que te mando.
-¿Cómo voy a hacer tal cosa con mi querido príncipe? exclamó la niña horrorizada.
Al día siguiente, la niña no había cumplido el horrible encargo, y el cocinero se enfureció con ella.
-Sea por esta vez. Pero si esta noche no haces lo que te mando, tú misma morirás mañana.
La joven ordenó matar a un ciervo y que le trajeran su corazón. Luego le dijo al príncipe:
-Métete en la cama, y escucha lo que dice de ti.
La niña presentó el plato con el corazón del ciervo al cocinero, y entonces éste exclamó:
-¡Por fin te has decidido! ¿Este es el corazón del príncipe? ¡Has cumplido mis órdenes y te perdonaré la vida!
Entonces el príncipe saltó de la cama.
-¡Maldito bribón! ¡Con qué querías matarme! -exclamó-. ¿Qué te he hecho yo, para que me desees la muerte? Pues, ahora te convertirás en un perro negro, atado siempre con cadena de hierro, y no comerás otra cosa que carbones ardientes.
Según el joven dijo estas palabras, el cocinero se convirtió en un horrible perro negro, atado con gruesa cadena, y que no comía más que ardientes carbones.
Después de esto, el príncipe comenzó a pensar más a menudo en su madre, y un día decidió ir al castillo de su padre por si ella aún vivía.
-¿Quieres venir conmigo? -le dijo a la niña.
-¡Sólo sería para ti un estorbo! -contestó ésta.
-Si es por eso, no te preocupes -replicó el príncipe-, desearé que te conviertas en flor y te llevaré prendida siempre en mi chaqueta.
La niña se convirtió en un clavel, el más hermoso que imaginarse pueda, y el joven se lo puso en el ojal para llevarlo siempre consigo.
Emprendió el viaje, y no tardó el llegar al castillo en el que aún vivía su padre. No quiso darse a conocer, y se ofreció en el palacio como gran cazador de faisanes, pues recordaba que a su padre le gustaban mucho, y que tenía pocos en sus bosques.
El Rey le aceptó en el empleo, y al día siguiente, el joven se fue al bosque solo.
Una vez estuvo bien lejos del palacio, para que nadie le viera, deseó que aparecieran ante él cientos de faisanes en fila. Así sucedió, y los fue matando uno a uno. Luego los metió en un saco y se los llevó a su padre. El Rey se puso muy contento, y le dio unas monedas de oro en premio.
Aprovechando que todo el mundo le conocía ya como el cazador de faisanes a quien el Rey tanto apreciaba, se acercó una noche a la torre en donde estaba prisionera su madre. En centinela le dejó pasar, pues el joven le prometió regalarle un día un faisán.
La madre estaba desmejorada y anciana, pero aún vivía. El príncipe le dijo:
-Querida madre: sé cuanto habéis sufrido, y he venido a salvaros. Pero no os llevaré hoy mismo de aquí, sino que será mi mismo padre quien os saque de la prisión y reconozca vuestra inocencia.
Después de mucho abrazarse, se volvieron a separar para que se cumpliera el plan que el príncipe había trazado.
Al día siguiente, volvió a salir al bosque, y, cuando estuvo bien lejos, deseó que aparecieran ante él mil faisanes, en fila de a uno, y les fue matando cómodamente. Luego los echó en una carretilla y fue al palacio con ellos.
El Rey estaba muy satisfecho de aquel cazador, que le traía faisanes de un bosque donde nunca los habían visto. Tan contento estaba , que organizó una gran cena a base de faisanes para sus cortesanos más allegados, en invitó a ella al cazador, y le sentó a su lado.
Sentado al lado de su padre el Rey, el joven deseó ardientemente que alguien hablase de su madre, y así sucedió.
-¿Qué ha sido de vuestra esposa, majestad?
-dijo uno de los cortesanos, sin poder evitarlo.
-Ella permitió que una fiera devorase a mi hijo, y yo la castigué por ello -respondió el Rey.
-¡Eso no es verdad, padre mío! -exclamó el joven-. Yo soy vuestro hijo, este perro que me acompaña es el culpable de todo. Deseo que recobre forma humana, y vos mismo lo reconoceréis.
El perro, ante todos los invitados, volvió a ser el viejo cocinero que había acusado a la Reina.
¡Te ordeno que digas la verdad! -le dijo el príncipe.
El cocinero tuvo que confesar su crimen, y el Rey, muy arrepentido, ordenó que trajeran a su esposa para pedirla perdón ante todos. La reina perdonó de buena gana a su marido, pues tenía muy buen corazón, y se abrazaron con lágrimas en los ojos.
El joven príncipe les contó cómo había vivido hasta entonces, y todos le oían encantados.
-¿Queréis conocer a la doncella que no quiso matarme ni aunque su misma vida peligrara?
-Sí -dijo el Rey-, me gustaría conocerla.
Entonces sacó del ojal de su chaqueta el clavel, y lo transformó de nuevo en su compañera de juegos.
Todos agasajaron a la damita, que se casó con el príncipe a los pocos días.
El Rey y la Reina la aceptaron de muy buena gana como hija, y los cuatro vivieron felices hasta que la muerte les separó.
Y a la joven, a pesar de que tenía nombre como todo el mundo, se la llamó para siempre "Lindo Clavel"


Hermanos Grmim

TRIBILITÍN


En el molino vivían un molinero y su hija, que era una niña hermosísima.
Una vez acertó a pasar por allí el Rey, que iba de caza y paró en el molino a beber agua. Por cortesía le preguntó al molinero por sus negocios y por su familia. El molinero, que quería a su hija de un modo extraordinario, hablando de sus virtudes, dijo:
-No podría explicaros todo lo que vale esta hija mía. Su habilidad es tan grande además, que cuando hila, todo lo que pone en su rueca se convierte en oro puro.
El monarca, que era un joven algo ambicioso, se sorprendió mucho al oír esto.
¡Si que sería negocio una joven con ese mérito!
Probaré a ver si es cierto lo que dice el viejo, y si la niña convierte en oro todo lo que hila, mis arcas estarán siempre llenas, pensó el Rey. Y le dijo al viejo:
-Si eso es verdad, la chica merece vivir en un palacio y no en un molino, llevadla mañana a mi castillo, y la someteré a una prueba.
Cuando el Rey se fue y el molinero contó esta conversación a su hija, la niña se echó a llorar.
-¡Pero papá, tú sabes que yo no hago eso! Cuando el Rey se dé cuenta del engaño, se enfadará mucho con nosotros.
-Ya no hay remedio -repuso el molinero-. Iremos mañana a palacio, y que sea lo que Dios quiera.
A la mañana siguiente, el Rey les recibió de muy buen humor. Luego mandó encerrar a la niña en un rico aposento en el que había una rueca para hilar y un montón de paja.
-Espero que conviertas en oro toda esta paja -le dijo el Rey-. Ponte a trabajar, y acaba cuanto antes. Si no lo consigues, haré que te encierren en un oscuro calabozo.
La niña, cuando se vio sola, lloró desconsoladamente. De pronto, oyó una voz junto a ella:
-¿Por qué lloras así, hermosa joven? -decía-. ¿Qué te tiene tan preocupada?
Era un gracioso enanito de larga barba. Llevaba un picudo gorro rojo, y unos zuequitos de madera tallada ricamente.
-Mi padre le ha dicho al Rey que cuando hilo todo lo convierto en oro, y el Rey espera que transforme este montón de paja  en el precioso metal.
-¡No te preocupes por eso! -dijo el enanito-. Yo puedo hacer lo que dices, pero ¿qué me darás a cambio?
-¡Te daré este collar de perlas! -dijo la niña.
El enano se puso a hilar con la paja,  y la volvió oro del más puro. Luego tomó el collar de perlas, dio un saltito en el aire y desapareció.
Cuando a la mañana siguiente el Rey vio aquella riqueza se quedó casi sin habla. Invitó a la niña a una rica comida y la trató con mucha delicadeza. Pero, por la tarde, la condujo a un cuarto muy grande, en el que había un montón de paja mucho mayor que el anterior, y le dijo:
-Te ruego que hagas lo mismo con toda esta paja.
-¡Pero majestad , yo...!
-replicó la niña.
-¡Si no lo haces, te mandaré encerrar! -dijo el Rey.
La niña, una vez sola, se echó a llorar.
-¿Quién me ayudará ahora? ¡Oh, Dios mío, no quiero pasar el resto de mi vida en un calabozo!
Nuevamente apareció ante ella el enanito.
-¿Por qué razón lloras así, hermosa joven?
-El Rey quiere que transforme toda esta paja en oro, y no sé cómo hacerlo.
-No te preocupes, yo lo haré por ti -dijo el enanito-, pero, ¿qué me darás a cambio?
-Te daré este precioso anillo -le dijo la niña.
El enano se puso a la tarea, y a la media noche había hilado y convertido en oro toda la paja. Tomó el anillo de la mano de la niña, dio un salto y desapareció en el aire.
El Rey, al día siguiente, no cabía en sí de gozo. Agasajó y honró a la niña durante todo el día, y ofreció bailes en su honor. Pero al atardecer, la llevó a un cuarto más lujoso que los anteriores, en el que había también una rueca y un montón de paja inmenso.
-Este es el último favor que te pido -le dijo el Rey-. Convierte toda esta paja en oro, te lo ruego.
Pero si te niegas, te encerraré.
La niña, ante toda aquella paja, lloraba amargamente. Volvió a aparecer ante ella el enanito.
-¿Por qué lloras ahora, hermosa joven?
-El Rey quiere que transforme todo este montón de paja en oro. ¡No sé hacerlo!
-No te apures, yo lo haré por ti -contestó el enano-, pero, ¿qué me darás a cambio?
-Ya no me queda nada que darte -exclamó la niña, y volvió a llorar.
Te ayudaré a pesar de todo, siempre que me prometas una cosa.
-¿Qué puedo prometerte?
-Que, si llegas a ser reina, tu primer hijo será para mí -replicó el enano.
La niña, hija de un molinero, no pensaba ser reina nunca, así que se decidió fácilmente.
-Te lo prometo -dijo al hombrecillo.
El enano trabajó hasta muy tarde. Al amanecer, había acabado su tarea.
Como las otras veces, dio un salto y desapareció.
El Rey, cuando vio todo aquel oro, se sintió el más feliz de los mortales, y pidió la mano de la niña que tan rico le había hecho.
-Acepto casarme con Vos -dijo ella-, si me prometéis que nunca más tendré que convertir nada en oro.
El monarca estuvo de acuerdo, pues ya era suficiente rico, y se había enamorado en serio de la joven.
Se celebraron las bodas  y al año los esposos tuvieron un hermoso hijo. La Reina era tan feliz que no recordaba la promesa que había hecho. Hasta que, un día, se presentó ante ella el anano.
-¡Hola! -dijo-. Vengo a por tu hijo, pues tú me prometiste dármelo y yo necesito un servidor.
¡Te ruego que me lo dejes! -suplicó la Reina-.
Me moriría sin él. Puedo darte todas las riquezas que quieras, pero déjame a mi hijo.
Lloró y suplicó tanto, que el enano decidió darle una oportunidad.
-Vendré a verte tres noches un rato. Si durante esas tres visitas averiguas mi nombre, no me llevaré al niño.
Para la primera visita, la Reina apuntó todos los nombres que sabía, y se los recitó al enano, que siempre contestaba:
-¡No es ese, no es ese mi nombre! ¡Je, je, je!
Para la segunda visita, consultó libros, diccionarios y antiguos manuscritos. Pero no tuvo mejor suerte.
¡No es ese mi nombre! -le contestaba siempre el enano.
La reina estaba muy afligida. Ya sólo le quedaba una oportunidad, y no sabía qué hacer para adivinar el nombre del enano. 
Le contó el grave problema a un paje que tenía que le era muy fiel y servicial
-No os preocupéis, majestad -dijo el paje-. Yo trataré de enterarme de su nombre.
El joven paje, montó en un brioso corcel, salió del castillo a todo trote, y no regresó hasta la mañana siguiente. Entonces fue a ver a la Reina y le contó lo siguiente:
-He cabalgado toda la noche por el bosque de los magos. Cuando dieron las doce, vi junto a una hoguera a un enanito con gorro rojo que cantaba:
"Mañana, titilutín, el príncipe será mío, y de la Reina el asombro sin duda no tendrá fin, cuando sepa que me llamo el mago Tribilitín".
La Reina se puso contentísima al oír todo esto, y premió generosamente a su fiel paje. Luego esperó la tercera visita del enano.
-Te llamas... Rodolfo -le dijo.
¡No es ese, no es ese mi nombre! ¡Ji, ji, ji!
-¿Acaso te llamas Conrado? -preguntó la Reina, despistando al enano.
-¡No,no! ¡Frío, frío! 
¡Entonces, será que te llamas Tribilitín! -exclamó de repente la joven madre.
En enano quedó paralizado por el asombro. Después, terriblemente enfadado, gritó:
-¡Una bruja te lo ha dicho, una bruja te lo ha dicho! ¡Maldita sea!
Dio una patada contra el suelo con tanta rabia, que hizo un agujero y se cayó en él.
Desde entonces, la Reina vivió tranquila y feliz con su hijo y su marido, sin que nunca más la molestase el enanito perverso.